Pese a haber nacido en Barcelona, no me siento ni catalán ni español. Y no lo digo con desprecio hacia tales identidades, sino con aburrimiento: estoy harto de actos de afirmación patriótica. Estoy harto de la polémica estéril que lleva años degradando la convivencia en mi entorno más cercano, y que amenaza con acabar con las escasas garantías jurídicas que otorgaba el vigente régimen estatutario y constitucional. Pero por encima de todo, estoy harto de tener que optar entre sentimientos, en lugar de razones.
Soy ibérico por una mera razón geográfica: la península es la única unidad indivisible de la que formo parte. La unidad indivisible de la nación española, proclamada por la vigente Constitución, es un brindis al sol: no se puede imponer jurídicamente la convivencia, ni en las familias ni en las naciones. Si somos españoles es solo porque la historia nos ha condenado a ello, pero la historia futura de los pueblos no está escrita, porque depende de ellos mismos y de su entorno. Si somos españoles lo es, sobre todo, porque así nos han visto desde fuera, quizás porque era la única forma de denominar al conjunto de culturas mal avenidas que pueblan la mayor parte de la Península Ibérica.
Soy ibérico como el lobo y como el lince, que cruzan los ríos, bosques y dehesas en la raya de Portugal sin preocuparse por el pasaporte. Soy ibérico como los cerdos que llevan al matadero: a ellos por sus jamones, a nosotros por unas banderas. Soy ibérico porque mis apellidos son de los más corrientes en España y Portugal, y ni siquiera tengo claro si mi Almeida es lusitano o zamorano, porque a ambos lados de la frontera hay pueblos que se llaman así. Soy ibérico porque mis abuelos y mis padres cruzaron una y otra vez esta península huyendo de la guerra y del hambre, como tuvieron que huir sus padres y sus abuelos. Soy ibérico porque no podemos escoger dónde nacemos ni dónde moriremos, pero sí lo que queremos ser.
José Saramago, también ibérico, fabuló en La balsa de piedra una separación imposible de Europa: rotos los Pirineos, el territorio que habitamos se convertía en una isla a la deriva, que solo dejaba atrás el peñón de Gibraltar. La fábula metafísica escenificaba nuestros problemas de identidad mejor que cualquier tratado de geopolítica, y la razón última por la que una España unida es tan imposible como una Catalunya independiente de los restantes pueblos de la península.
No creo en España ni creo en Catalunya. No creo en el vigente régimen constitucional y estatutario, simples parches de zapatero remendón que solo han servido para no ir descalzos tras cuarenta años de dictadura y cuarenta de transición hacia la nada. Pero sí pienso que es posible una solución de compromiso a las tensiones territoriales, y esa solución pasa por otorgar a las naciones históricas el mismo estatus del que actualmente goza Portugal, como paso previo a una integración mínima de todas nuestras estructuras de Estado en una posible confederación: la República Ibérica.
No nos engañemos: las naciones no las construyen los sentimientos, sino los intereses. Y después de ver cómo han jugado los poderes financieros con todos los pueblos que comparten esta península, va siendo hora de entender que el conglomerado de intereses que llamamos Europa solo nos tomará en serio cuando podamos sumar el poder económico, social y político de todos nuestros pueblos, respetando al mismo tiempo su identidad individual en una historia común.
Coda: Sea por casualidad, o por simple aburrimiento del viaje, este artículo se ha escrito en el tren que une Barcelona con Vitoria-Gasteiz. De Catalunya a Euskadi, pasando por Aragón, La Rioja y Navarra, las teclas han seguido el camino inverso del agua del Ebro. Ebro, Íber, el río que dio nombre a todo lo ibérico, y que seguirá estando aquí cuando todas las naciones hayan muerto.